2.donde las dos heridas se acostumbraron

La bicicleta contra la pared, le da el sol, el sol de un mediodía perdido, pero ya no está contra la pared, hace tiempo que la subí a la terraza con el pretexto de protegerla de un robo que, suponía, podía acaecerle si la dejaba en el palier -que es abierto y por eso le da el sol. La bicicleta contra la pared, le da el sol y brilla en sus partes blancas con más fuerza, su ausencia, ahora, si me parase y fuese hacia el palier a ver la bicicleta, sería la pared manchada de un naranja artificial lanzado por la luz que, si justo ahora un vecino ronda por los palieres, está prendida porque accionó el botón correspondiente. Esa fue la imagen que me impulsó a imaginar la libertad de un mundo reducido al orden de pensar, de ir poniendo cada cosa en su lugar: la vereda de enfrente donde está el kiosco, la reja de la entrada donde está la entrada, el portero eléctrico donde todos aprietan el 4-D, la figura pequeña y alejada, vista desde el pasillo, de Esther Blec, que me espera sonriente, tan fea como siempre, para decirme que vino a visitarme. Y mis ojos dos escisiones que, apenas son alcanzados por la luz que rebota desde su rostro, sangran para entregar un mundo junto a su sonrisa, la de Esther Blec. Y los suyos, sus ojos, otro tipo de herida, se lanzan sobre mi cuerpo, mi barba, mis dientes (que no los lavé), para recordarme que existo.
Esther Blec tenía sed, así que le ofrecí, porque era lo más sencillo, el contenido de la jarra que estaba junto a mi cama, perdida en el desorden.
-¿Qué es? – Me preguntó Esther Blec y le respondí que Frescor. Que es una jarra con Frescor y no de Frescor como me gusta concebirla en este mundo. También le aconsejé que le ponga algunos hielos que tenía en el congelador. Y esa, la de la jarra de Frescor, es la que ahora me deja recordar a Esther Blec sin resentimiento: estaba antes, mucho antes de que Esther Blec me despierte, no sé cuanto pero antes, parado en un lugar, supongo, de la cocina, entre sus azulejos, la mesada, el calefón, el horno y los platos sucios, parado frente a la ventana que está por ahí, sosteniendo con mi mano derecha y haciendo uso de todo mi brazo, la jarra de Frescor que, mediante un esfuerzo calculado desde que soy pequeño, iba inclinando hacia mí boca para, con otros cálculos sumamente complejos como podrán ser fruncir la boca, inclinar la cabeza y presionar la lengua hacia abajo, meter el piquito de la jarra dentro de mí y sorber su contenido mientras los hielos, mitad trasparente mitad blancos, chocaban entre ellos tintinando y llenándome de alegría. Mojando la punta de mi nariz la existencia, por fin, dejó de ser angustiante para pasar a ser eso: beber Frescor desde su jarra, la jarra de Frescor.
Y Esther Blec, con las cubeteras en la mano, ni se enteró de eso que me sucedía mientras iba doblándolas sobre la boca de la Jarra para que los hielos caigan en ella y, así, convertir ese Frescor aguado en algo más bebible. Ella vino a saludarme y a pasar al baño y a fumarse un cigarrillo mientras me hablaba de sus problemas en el trabajo, no a sembrar en mi vida la idea de que, durante un instante superfluo de la vida misma, la existencia puede ser alegre porque en una jarra de vidrio y de Frescor, los hielos mitad trasparentes mitad blancos, tintineaban.
¿Qué es lo que verdaderamente tintineaba en esa jarra? La bicicleta contra la pared, le da el sol y cuando Esther Blec se iba, de nuevo la idea de subirme a la bicicleta y darle un poco de orden al mundo. Pero eso es pensar y es, aunque pedalee y el aire me de en la cara, y aunque vea barrios que no conocía, y aunque todo lo que pueda pasarme sobre ella; y es, como decía, angustiante. La angustia, la que flota, la que nos impide o nos permite. Nos impide y nos permite. Y mis ojos dos heridas acostumbradas, a esa hora del día, cuando volvía de abrirle la reja a Esther Blec para que vuelva a trabajar, dos heridas acostumbradas que se posaron sobre el brillo del sol en las partes blancas de la bicicleta.
Tenía que irme a trabajar, eran ya las doce y media y la bicicleta contra la pared, bajo el sol, y no podía usarla. Antes de entrar al departamento, el celular sonaba en alguna parte de la habitación con desorden acumulativo: era la alarma, tenía que despertarme y mis ojos, en vez de ser dos escisiones sangrantes, inflamadas y dolorosas, ya eran dos heridas acostumbradas. Me quedaban un poco más de medía hora para tomar un trago de Frescor, lavarme los dientes y volver, una vez más, al Alamo SRL. Era Esther Blec, que ya se volvió a trabajar, me dije mientras recordaba los dos disparos, como dos disparos, tanta violencia y tener que volver a trabajar, era Esther Blec pidiéndome algo para tomar y la jarra de Frescor aguado, a un costado de la cama, escondiendo el tintineo de la posibilidad. Me llenó, Esther Blec, me sembró, no, mejor me llenó, me llenó, Esther Blec me llenó de alegría aquella mañana, aquel mediodía, que para mí son las mañanas, pidiéndome algo para tomar y la jarra de Frescor aguado allí, ofreciéndome el recuerdo, la idea, Esther Blec, de que la existencia.
¿Qué es lo que verdaderamente tintineaba en esa jarra?

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