6.donde la sombra del machete

Se arquea, a la noche, se arquea y sus propios adoquines buscan acariciar lo que las mariposas, si mariposas se puede llamar a esos bichos enceguecidos y grises, transformados, los de la luz, se arquea como decía y su propios adoquines buscan acariciar lo naranja de la luz, se arquea la calle sobre si misma, imperceptiblemente se arquea.
Cataneo no sale de su casa, no al menos de noche, no atiende el teléfono ni el timbre. Se pregunta cómo será arrodillarse en la vereda, bajo la insignia del machete, bajo la sombra de Roberto de Las Esporas mientras lo señala y le pregunta
-¿Esther Blec?¿Esther Blec?
¿Qué responderle? ¿Cómo implorarle? Deberá llorar, Cataneo, porque dispuesto está a llorar si por miedo. Y Roberto de Las Esporas, firme con el caballo a dos patas, señalando con el machete
-¿Esther Blec? ¿Esther Blec?
Entonces se arquea, a la noche, se arquea y con sus propios adoquines busca acariciar. Pedalear allí, dar orden, bajar la bicicleta para intentarlo. Desde lo de Cataneo hasta lo de Esther Blec, buscando, pedaleando, darle orden al mundo. Cataneo no sale, no saldrá, encerrado en su departamento no atiende, no atenderá el timbre. Se siente un peoncito acusado de violar a la hija del estanciero, bajo la sombra del machete.
-¡Esther Blec! ¡Esther Blec!
Y lo ultimo que ve son los ojos emblanquecidos del caballo, que relincha, y dos plumas amarillas, que caen desde las jaulas.
¿Tú sabes por qué al gorrión no se lo puede encerrar y al canario liberar? ¿Esther Blec? ¿Esther Blec?

5.donde la fuerza de unos bigotes blancos

No hay suficiente memoria o no, creo que es la mejor opción, consulté ni interactué lo suficiente con la ventana correspondiente al historial de mis conversaciones por MSN, para recabar información que vuelva, de alguna manera, más verídicas a estas palabras. En cualquiera de los dos casos, en el de que no haya suficiente memoria en el archivo que guarda esas conversaciones y que entonces las vaya borrando ó, como decía antes, consultar esas ventanitas u pliegues de la ventana mayor, ahí donde dice archivo, ver y esas cosas, hasta encontrar una opción que me deje consultar con todo el historial de conversación que existe con Esther Blec de acá hasta cuando se inició ese historial mismo, en cualquiera de los dos casos, como decía, es imposible llegar a lo ideal, que es recabar esa información de que Roberto de Las Esporas fue criado y nacido en Ranchillo, hijo de la Celestina, viuda y triste. Siete hermanos, todos muertos. El padre, Don Raul de Las Esporas, estanciero dueño de Ranchillo, dejó como herencia una profunda mirada y campos que su esposa, la Celestina, administro junto a su hermano, el tío de Roberto de Las Esporas, Don Javier.
En fin, Roberto de Las Esporas podía cruzar el horizonte cabalgando, con sus bigotes blancos, una boina blanca cruzándole la cabeza, y la idea blanca y triste de encontrar a Esther Blec. Vivió y estudió en la ciudad algunos años, se casó con María, su amada, su sol, que crió a Esther Blec dulcemente hasta que el cáncer de mamas. Esther Blec es adoptada, y lleva el apellido de su madre adoptiva como un homenaje. Esther Blec.
Y no hay mucho más, la historia de un tipo duro, son las palabras de Esther Blec, no la fuerza de esos bigotes blancos ni la sombra de Roberto de Las Esporas asomando por la puerta. Ni la cabeza de su caballo entrando sorpresivamente por la ventana, que relincha con los ojos emblanquecidos de éxtasis y por detrás apenas se ven las piernas cabalgando la adversidad, gritando el nombre de Esther, y apuntando a mi corazón con un machete.
-Esther Blec, Esther Blec.
Tanta violencia y mis ojos cerrados para no ver la jarra de Frescor vacía, secándose en la alacena. Era una pesadilla alucinante, Cataneo decía que Roberto de Las Esporas estaba en la ciudad buscando a Esther Blec y yo con la bicicleta en la terraza. Sus gritos cruzan la habitación como un avión, el caballo a dos patas, el machete apuntándome. Cataneo me pregunta, en otro mail, si sé algo de Esther Blec. Es obvio que le dijo a Roberto de Las Esporas que podía encontrarla aquí.
Cruzando la calle para ir al supermercado de enfrente a comprar un paquete de fideos y uno de cigarros en el quisco, no sé que sombra de los bichitos de la luz me atacó, contra el anaranjado, quedando increíblemente ligada a los gritos. Esa imagen, los bichitos de la luz, esas mariposas horribles transformadas por los soles artificiales, dando sombra en un anaranjado inmenso, y un tipo que gritaba
-¡Esther Blec!¡Esther Blec!
estremeciendo hasta a los canarios.

4.donde se ignora el paradero mismo

El mail de Cataneo más o menos decía que Roberto de Las Esporas está en la ciudad, llegó con su caballo y todo, decía en su mail, Cataneo que pensaba, iluso él, que escribía lo que pensaba.
Como nunca, la jarra y también todo lo que componía al desorden general de la cocina, o sea platos, tenedores, cuchillos, el tachito de basura, algunas latas usadas, ollas, la plancha, ceniceros, el mate y por no decir etcétera diré que nada más que esas cosas componían, como decía, el desorden general, no, general no, mejor total de la cocina y, como decía antes que todo, el todo del total ese del que hablaba, se secaba boca abajo o, directamente, dentro de la alacena. Y Cataneo manda un mail tan misterioso nombrando al padre adoptivo de Esther Blec, Roberto de Las Esporas, como para que dé por supuesto que a Esther Blec le sucedió, evidentemente, lo que le sucedería a cualquier mujer cuyo paradero se ignora. Le sucedió el ignorar el paradero mismo.
Ese día bajé la bicicleta de la terraza, la dejé contra la pared, pero era de noche. Hasta asomé la punta de la bicicleta a la calle, pero volví diciendo que era un exagerado. Me acosté a dormir con el televisor prendido (al otro día su reflejo me daría dolor de cabeza). Al otro día ningún disparo, menos dos, me despertarían.
-Esther Blec, Esther Blec, que alguien me diga que está allí Esther Blec.
Nunca contesté a la voz chillona del teléfono, no me interesaba enterarme, a esa hora, si la voz chillona era la de Cataneo o, lo que empezaba a descartar mientras me dormía, la de Roberto de Las Esporas.

3.donde las siete cuadras aparecen por vez primera

Esther Blec debe estar caminando a lo de Cataneo, apretando los hombros, frunciendo los labios al juntarlos con la nariz para que, mientras mira bizcando hacia abajo, tener la sensación de controlar el mundo. Esther Blec que se muere porque la cojan, pero no dejará que Cataneo le toque ni los hombros. Y Cataneo maldecirá en la soledad, masturbándose, diciendo que Esther Blec es fea. No voy a negar que me muero de ganas de tomar la bicicleta y salir a recorrer el camino de casa de Esther Blec a lo de Cataneo, para que al volver, luego de subir la bicicleta dos pisos por escalera, describir los elementos que componen, en este momento, el mundo de Esther Blec, que es el de su casa a lo de Cataneo, pero en lugar de la bicicleta contra la pared, brillando en sus partes blancas bajo el sol, voy a encontrar la pared con la mancha anaranjada de una luz que, es posible, ni siquiera esté prendida al menos que un vecino, en ese preciso momento, esté merodeando por el palier. Así que nos contentaremos con eso, con que Esther Blec no va a dejar que Cataneo se quite las ganas con ella. Y volverá como orgullosa a su casa, para mañana contarme por MSN que Cataneo le anda queriendo meter el pene.
La jarra de Frescor ya no es ni siquiera la jarra de Frescor aguado. Ahora, sobre la mesa, el culito insignificante de agua y algo anaranjado y viscoso, está lejos de ser la jarra de Frescor que se inclinaba para tintinear con sus cubitos de hielo, que fue, luego, la jarra de Frescor aguado que, ya sumergida en la más penetrante angustia, fue una de las tantas cosas que se dejaron percibir por detrás de la imagen de dos heridas inflamadas. O sea mis ojos. Y Esther Blec abajo, junto al portero, esperando que me despierte para bajar a abrirle. Y la idea de la bicicleta y el paseo reflexivo que traería orden al mundo.
Esther Blec me contó, y es posible que recuerde casi todo mal, que conoció a Cateneo comprando arte en una galería del centro. Luego lo cruzó en un bar, borracha, y terminaron en el departamento de Cataneo. No me contó si dejó que toque sus tetas. No me contó si dejó que le toque la concha sobre el pantalón. No me dijo nada de si le tanteó el bulto. Solamente sé que, en mitad de algo así, Esther Blec decidió escapar, y es así desde hace más o menos dos meses. Come, sale de su casa, llega de Cataneo, hablan de lo que pasan por la televisión, Cataneo empieza a manosearla, Esther Blec escapa.
O sea que Esther Blec, por si sola, no puede, por el bien de ella misma, o sea no de Esther Blec, sino de la imagen, quedar ligada a, justamente, la imagen de lo que fue o es, según como se lo mire, un instante por llamarlo de alguna manera rápidamente, de alegría dentro de lo que es, generalmente, pura y aburrida y, por lo tanto, angustiante existencia. No puede suceder eso porque los tintineos, por insistentes que sean desde esa jarra de Frescor, no pueden ocultar ese mundo que nace desde Esther Blec a lo de Cataneo, esas sietes cuadras oscuras y anaranjadas por la luz eléctrica, oscuras y permanentes, donde Esther Blec, en el espejito retrovisor de un auto, se pintará los labios mientras mira de reojo su nariz huesuda.
Sin embargo la bicicleta, brillando al sol, es la idea de salir a pensar y el colchón nuevo la de mis patas sucias. Y Esther Blec la de la jarra de Frescor mientras dobla la cubetera para tirarle unos hielos dentro. Y la de mi brazo señalando el suelo apenas abro los ojos, dos disparos, tanta violencia. Dos disparos, violencia, brazo, jarra de Frescor aguado, bicicleta, Esther Blec, Frescor aguado con hielo, Frescor con hielo, alegría, Esther Blec, Cataneo y el espejito retrovisor mostrando una nariz huesuda.
Esther Blec debe estar preguntando a Cataneo, que intenta besarle el cuello, si la quiere. Cataneo la mira, le dice que no. Esther Blec no sabe como escapar, siempre escapo ella cuando le convenía, no cuando debía; siempre me contaba por MSN, llegaba y daba dos timbrazos, abría mis ojos, me llevaba lentamente al tintineo.
Cataneo le baja a abrir, ésta noche, mientras llora, la que se masturbará será Esther Blec y no él, que cierra la puerta de entrada pensando que, por fin, Esther Blec se fue de su casa.

2.donde las dos heridas se acostumbraron

La bicicleta contra la pared, le da el sol, el sol de un mediodía perdido, pero ya no está contra la pared, hace tiempo que la subí a la terraza con el pretexto de protegerla de un robo que, suponía, podía acaecerle si la dejaba en el palier -que es abierto y por eso le da el sol. La bicicleta contra la pared, le da el sol y brilla en sus partes blancas con más fuerza, su ausencia, ahora, si me parase y fuese hacia el palier a ver la bicicleta, sería la pared manchada de un naranja artificial lanzado por la luz que, si justo ahora un vecino ronda por los palieres, está prendida porque accionó el botón correspondiente. Esa fue la imagen que me impulsó a imaginar la libertad de un mundo reducido al orden de pensar, de ir poniendo cada cosa en su lugar: la vereda de enfrente donde está el kiosco, la reja de la entrada donde está la entrada, el portero eléctrico donde todos aprietan el 4-D, la figura pequeña y alejada, vista desde el pasillo, de Esther Blec, que me espera sonriente, tan fea como siempre, para decirme que vino a visitarme. Y mis ojos dos escisiones que, apenas son alcanzados por la luz que rebota desde su rostro, sangran para entregar un mundo junto a su sonrisa, la de Esther Blec. Y los suyos, sus ojos, otro tipo de herida, se lanzan sobre mi cuerpo, mi barba, mis dientes (que no los lavé), para recordarme que existo.
Esther Blec tenía sed, así que le ofrecí, porque era lo más sencillo, el contenido de la jarra que estaba junto a mi cama, perdida en el desorden.
-¿Qué es? – Me preguntó Esther Blec y le respondí que Frescor. Que es una jarra con Frescor y no de Frescor como me gusta concebirla en este mundo. También le aconsejé que le ponga algunos hielos que tenía en el congelador. Y esa, la de la jarra de Frescor, es la que ahora me deja recordar a Esther Blec sin resentimiento: estaba antes, mucho antes de que Esther Blec me despierte, no sé cuanto pero antes, parado en un lugar, supongo, de la cocina, entre sus azulejos, la mesada, el calefón, el horno y los platos sucios, parado frente a la ventana que está por ahí, sosteniendo con mi mano derecha y haciendo uso de todo mi brazo, la jarra de Frescor que, mediante un esfuerzo calculado desde que soy pequeño, iba inclinando hacia mí boca para, con otros cálculos sumamente complejos como podrán ser fruncir la boca, inclinar la cabeza y presionar la lengua hacia abajo, meter el piquito de la jarra dentro de mí y sorber su contenido mientras los hielos, mitad trasparente mitad blancos, chocaban entre ellos tintinando y llenándome de alegría. Mojando la punta de mi nariz la existencia, por fin, dejó de ser angustiante para pasar a ser eso: beber Frescor desde su jarra, la jarra de Frescor.
Y Esther Blec, con las cubeteras en la mano, ni se enteró de eso que me sucedía mientras iba doblándolas sobre la boca de la Jarra para que los hielos caigan en ella y, así, convertir ese Frescor aguado en algo más bebible. Ella vino a saludarme y a pasar al baño y a fumarse un cigarrillo mientras me hablaba de sus problemas en el trabajo, no a sembrar en mi vida la idea de que, durante un instante superfluo de la vida misma, la existencia puede ser alegre porque en una jarra de vidrio y de Frescor, los hielos mitad trasparentes mitad blancos, tintineaban.
¿Qué es lo que verdaderamente tintineaba en esa jarra? La bicicleta contra la pared, le da el sol y cuando Esther Blec se iba, de nuevo la idea de subirme a la bicicleta y darle un poco de orden al mundo. Pero eso es pensar y es, aunque pedalee y el aire me de en la cara, y aunque vea barrios que no conocía, y aunque todo lo que pueda pasarme sobre ella; y es, como decía, angustiante. La angustia, la que flota, la que nos impide o nos permite. Nos impide y nos permite. Y mis ojos dos heridas acostumbradas, a esa hora del día, cuando volvía de abrirle la reja a Esther Blec para que vuelva a trabajar, dos heridas acostumbradas que se posaron sobre el brillo del sol en las partes blancas de la bicicleta.
Tenía que irme a trabajar, eran ya las doce y media y la bicicleta contra la pared, bajo el sol, y no podía usarla. Antes de entrar al departamento, el celular sonaba en alguna parte de la habitación con desorden acumulativo: era la alarma, tenía que despertarme y mis ojos, en vez de ser dos escisiones sangrantes, inflamadas y dolorosas, ya eran dos heridas acostumbradas. Me quedaban un poco más de medía hora para tomar un trago de Frescor, lavarme los dientes y volver, una vez más, al Alamo SRL. Era Esther Blec, que ya se volvió a trabajar, me dije mientras recordaba los dos disparos, como dos disparos, tanta violencia y tener que volver a trabajar, era Esther Blec pidiéndome algo para tomar y la jarra de Frescor aguado, a un costado de la cama, escondiendo el tintineo de la posibilidad. Me llenó, Esther Blec, me sembró, no, mejor me llenó, me llenó, Esther Blec me llenó de alegría aquella mañana, aquel mediodía, que para mí son las mañanas, pidiéndome algo para tomar y la jarra de Frescor aguado allí, ofreciéndome el recuerdo, la idea, Esther Blec, de que la existencia.
¿Qué es lo que verdaderamente tintineaba en esa jarra?

1.donde abre los ojos

Dos disparos, como dos disparos me despertaron. Tanta violencia, tanta que aún mientras duermo se manifiesta. Me sobresalté, me sucede con cualquier cosa: una puerta que se abre en algún lado, el ruido de una persiana que el vecino levanta para sacar la cabeza y ver el sol, los vasos mal acomodados en el lavado de la cocina que, a mitad de la noche, se desploman misteriosamente. Era, lo supe enseguida, el timbre. No iba a moverme, no iba a atender, todavía podía dormir, podía seguir enredado en las sabanas, con el reflejo del televisor prendido que me da dolor de cabeza, la jarra de Frescor aguado (los hielos de anoche se derritieron) y el desorden acumulativo de la habitación.
Es imposible pensar: apenas abrí los ojos, antes que cualquier imagen definida para lanzarme sobre ella, la imaginación: como si los objetos que están a mí alrededor estuvieran recubiertos de una capa trasparente y aceitosa de WD-40 que impide fijar cualquier signo, símbolo o letrero que diga “soy la jarra con Frescor aguado”. Entonces veo, supongamos, la cama, parte de la pared y el suelo, pero adentro la imagen, la primera, es la de mis propios ojos como si fuesen el croquis que un cirujano hizo con un bisturí en el plano vertical y gris, como de nylon sucio, de mi existencia. Dos escisiones precisas que sangran y, mientras pasan los minutos, se van infectado, inflamando, supurando hasta que, del otro lado, mi brazo extendido, enredado, la sabana y parte del colchón descubierto (la primera angustia: el colchón es nuevo y no logro que quede tapado, que se proteja de mis movimientos, mi traspiración, de mis patas que seguro están sucias), el hormigueo en el hombro (me dormí sobre mi brazo otra vez) y allá, a lo ultimo, intacta y con su contenido aguado, la jarra de Frescor (los hielos de anoche se derritieron).
Como dos disparos y fui, antes de que vuelvan a dispararme boca abajo, a atender el portero eléctrico. Tanta violencia. Y cuando me volví a repetir lo mismo, tanta violencia, la imagen extremadamente simbólica de mis ojos como heridas de bisturí y mi brazo, en el fondo, enredado con las sabanas, apuntando a un suelo con jarra de Frescor aguado, es remplazada por el pensamiento salvador, pidiéndome a gritos que salga a pasear con la bicicleta, a que vayamos a darle un poco de orden al mundo (que es la conjugación del plano vertical y gris de mi existencia con el de los demás, horizontal y como de destino). Era Esther Blec, pasaba a saludar.

Bonhoff

No podía ser de otra manera, así que me enteré de que Bonhoff estaba internado grave charlando con el Turco Yamil Sarif Rodríguez de Bilingurt en la Bella Napoli. Sorrentinos especial Napoli para mí y para el Turco sorrentinos al Roquefort, como le gusta todo, al Roquefort. No recuerdo específicamente de que charlábamos esa noche, pero pienso que del Trinche Carlovich, de que el Trinche agarró la dirección técnica de Central Córdoba y que el Charrúa ganó en su debut como DT; pienso que del Álamo SRL: ¿y el José como anda? ¿y el Darío como anda? ¿y el Gerlo sigue siendo igual de hincha pelotas? Pienso que de un nuevo negocio del Turco, como podría ser comprar motos en invierno y venderlas en verano al doble –mejoradas por un mecánico amigo de no sé quien- y así ahorrar para un viaje a México con la simple intención de investigar sobre el narcosatanismo. Pienso que de Olga, la viejita de Superí: ¿sigue viva? Y ahí, seguramente ahí, porque se lo pregunté, porque lo recordó el Turco, porque quizás le dije “¿y le pediste a Bonhoff que te haga un mate cocido con dulce de leche?” o porque no es difícil pasar de la viejita de Superí al mítico y extravagante Bonhoff: no sabes, está internado grave, le agarró un infarto o algo así. Probablemente sea otro ACV, pensé fríamente mientras los sorrentinos humeaban calientes sobre la mesa. En ese momento la noticia no me impactó. Me sorprendí, claro, pero el Turco no pudo sospechar lo que eso significaba para mí porque esperaba sorprenderme con la noticia. Los dos admirábamos al comerciante de calle Baigorria pasando la vía, los dos lo habíamos visto leyendo el diario y los dos probamos su mate cocido con dulce de leche. Puedo recordar aún la barba, sus ojos azules y la boca un poco torcida, con la cabeza entre las bondiolas que colgaban del techo, los codos sobre el mostrador y su discurso comercial y tan ameno a las siete de la mañana. Así que, después de la desalentadora novedad sobre la salud de Bonhoff, después de recordar los quesos y las bondiolas, después de recordar el mate cocido con dulce de leche, pasamos a otros diversos temas con el Turco. No recuerdo cuales, pero puedo pensar que de si el señor que pasa mesa por mesa en la Bella Napoli preguntando si todo está bien, un señor gordo y con bigote, de ojos verdes, muy educado y agradable, es o no es el dueño del bodegón. Y pienso en el Turco diciéndome que no, es el hijo de la vieja, yo le vendo, la vieja es la que manda, tiene como ochenta años y es la que compra todo, es la tana que hace los sorrentinos, afirmó señalando su plato vacío. Así que Bonhoff está internado grave, me dije a mi mismo. Lo atendí dos años cuando era vendedor del Álamo SRL, lo visitaba los miércoles y los viernes a la mañana, me compraba un jamón crudo OW y un queso cremoso La Lechera. Era un cliente excelente, su defecto, si nos ponemos finos, era que te demandaba cuarenta minutos atenderlo. Primero el saludo formal, después se ponía a preparar dos mates cocidos con una cucharada de dulce de leche y empezaba con un monologo sobre las noticias del periódico que tenia bajo sus codos en el mostrador y, por ultimo, como una introducción al tema comercial que nos interesaba, me hacia pasar a la heladera conservadora de metal, gigante detrás de su mostrador, para mostrarme una colección de jamones crudos: los Serranos, los Parma, los Ibéricos, etc. Siempre me hacia pasar, siempre para ver esa heladera llena de los mas diversos especimenes de jamón crudo. Marca Swift, marca OW, marca Paladini, marca El Granjero Loco, marca Di Venedeti, marca frigorífico Friar, marca frigorífico El Amanecer, marca Valentín, marca Franja de Oro. El negocio de Bonhoff era comprar los baratos (cómo el OW o el Granjero Loco) y transformarlos en un jamón a la pimienta o en un Serrano importado. ¿A cuanto tenés el picadillo? me preguntaba y después de escuchar el precio que le decía, lo anotaba en una libretita y, cuando ya estaba en otros negocios haciendo mi trabajo, a las dos horas, a las tres quizás, me llamaba por celular: mandame diez pack pibe. Según Gerlo, el gerente-socio del Álamo SRL, Bonhoff era un re-distribuidor de la zona norte. Según Gerlo debía cuidarme con él, pero a mí no me importaba que anote los precios del picadillo en su libretita. Al otro día de enterarme de la noticia fui directamente a Baigorría al fondo, pasando la vía. Me bajé del bondi y caminé desde Baigorria y la vía hasta donde Baigorria dobla como para la derecha, yendo al barrio Rucci, ida y vuelta. Lo hice una vez y me fatigué, aunque sabía que el negocio de Bonhoff estaba ahí no más, a una cuadra de la vía, pero antes necesitaba pasear por el barrio. Algunos negocios cerraron, como el kiosquito de Quique, que ya cuando lo atendía, hace unos cinco años o más, tenía el mostrador de Arcor vacío y una heladera de Pritty donde exhibía dos o tres gaseosas marca Gaseosa, unos ravioles frescos La Salteña y, claro, las hamburguesas Finitas negruscas por haberles cortado la cadena de frío. Otros, para mi sorpresa, como el supermercado enfrente del negocio de Bonhoff, en igual o peores condiciones que el kiosco de Quique, seguían abiertos. En donde estaba el negocio de Bonhoff había una persiana cerrada. Se me ocurrió tocar el timbre en la puerta del vecino de la derecha para preguntar por el dueño del local cerrado, salió un muchacho de mi edad, quizás mayor. Me dijo que no tenía idea de porque el negocio había cerrado, quizás su madre podía saber porque conocía a al dueño, pero en ese momento no se encontraba. Luego crucé al super de enfrente a preguntar por Bonhoff. El dueño, que no me reconoció o quiso no reconocerme, me confirmó lo que sospechaba: Bonhoff tuvo otro ACV. Me respondió de mala gana que no sabía donde lo habían internado y una viejita que estaba haciendo cola en la única caja del supermercado en decadencia, en un arrebato de chusma, me dijo que estaba internado en el PAMI II, en el PAMI de ahí cerca de la cancha, me dijo. Se lo agradecí. No había mucho más que hacer por ese barrio, pero mientras esperaba el bondi que me iba a llevar al centro, lugar al que tenía que volver para cumplir con mis obligaciones laborales, se me ocurrió algo que me estremeció: ¿y si el muchacho que me atendió en la casa vecina de la derecha del local que pertenecía al negocio de Bonhoff era su hijo? ¿Uno de los hijos de Bonhoff? En ese momento decidí que a la tarde volvería a la zona norte, al PAMI II. Hace más de cuatro años, muchos más, hace seis años probablemente, mientras trabajaba en el Álamo SRL, Bonhoff sufrió su segundo ACV. Sobrevivió y se recuperó muy rápidamente, y mientras se recuperaba puso de encargado del local a un muchacho que me hacia las compras. Eso suponía una agilidad extra en el tramite de atender a Bonhoff, pero esa agilidad duró dos semanas, a la tercera el muchacho me dijo si quería pasar al fondo del local, por la puerta que conducía a lo que yo pensaba era el deposito del local, una puerta disimulada con un almanaque al lado de la heladera conservadora de metal, atrás del mostrador. No era un deposito, era su habitación. Bonhoff estaba postrado en una silla de ruedas, frente a una pequeña mesa con papeles, facturas de impuestos, de la Serenísima, de Coca cola, etc. Había preparado dos mates cocidos con una cucharada de dulce de leche, así que desayunamos. Hablamos de política, del jamón crudo OW, de Gerlo, de la vida. Durante tres meses todos los miércoles y viernes pasé a esa pieza a escuchar, con una voz de ultra tumba, llena de trabas y tos, llena de espasmos porque se ahogaba con su mate cocido con dulce de leche, las opiniones de Bonhoff sobre quesos, sobre el diario, lo de siempre. Hasta que un día me empezó a hablar de su juventud, de sus primeros negocios, de sus primeros amores. Ese día, ahí, cuando terminó de decir la palabra amor, me contó su secreto. Me contó que cuando era más joven, antes de su primer ACV, el negocio era una fachada para dedicarse a otra cosa. Bonhoff ofrecía embarazar a las mujeres de hombres estériles por un módico precio. No llegué a comprender o a entender el precio que pedía, porque empezó a toser. Me dijo que era muy conocido en la ciudad, que había hecho muchísimos trabajos. Eso era antes que empezaran con la concepción artificial y esas cosas pibe. Así qué, como pude entender de golpe, mi querido Bonhoff, ese comerciante de calle Baigorria que amaba el jamón crudo, se cojía directamente a sus clientes allí, en esa pequeña habitación donde charlábamos. Una vez consumado el hecho (o sea el embarazo), la mujer volvía satisfecha y le pagaba. Según él, la mayoría de los casos eran mujeres que acudían en secreto, a espaldas del marido, recomendadas por el doctor que los trataba a ambos para poder tener hijos. Después el medico pasaba y se llevaba su tajada. La excusa era no deprimir al marido con que no podía seguir con la estirpe y esas cosas. Evitar un suicidio, les decía el doctor a las mujercitas desesperadas. Bonhoff, sentado en su silla de ruedas, disfrutando de su mate cocido con dulce de leche, empezó a contarme esa historia como si hablara de la diferencia entre tal queso y éste otro, como si la diferencia entre un queso Gruyere y uno Roquefort no sea, al fin, que uno de los dos está rancio. Me dijo que le gustaba ir caminando por la ciudad e ir mirando a los muchachos jóvenes, muchachos y muchachas, imaginando si son o no sus hijos. Muchas veces, me dijo, me encontré a una cliente cenando en algún restaurante con su familia y, de golpe, conocía al marido y al muchachito, sentado entre ellos, cenando en familia: mi hijo, entendés pibe, mi hijo o mi hija, da lo mismo pibe. Cerró la conversación diciendo que él nunca tuvo hijos suyos, pero que se contenta con ver, de vez en cuando, a alguno de los otros, de sus hijos de otros. Mi vecino sin ir más lejos, dijo con esa voz de pájaro enfermo mientras se volvía a ahogar con su mate cocido con dulce de leche. A los seis días Gerlo me quitó la zona norte y me pasó al centro, así que esa conversación fue mi despedida. Nunca más lo volví a ver, hasta que el Turco Yamil Sarif Rodríguez de Bilingurt, mientras cenábamos en la Bella Napoli, me contó que Bonhoff estaba grave. A la tarde volví al PAMI II. Aquí murió mi abuelo, pensé irónicamente. Después de tomarme un cafecito en Capitan Pitin, fui a buscar al comerciante de calle Baigorria dentro del hospital. Encontrarlo no me costó, estaba en terapia intensiva o en coronaria, no lo recuerdo. Pasé diciendo que Bonhoff era mi pariente, no me costó más que eso y esperar un poco para ingresar a la sala llena de camillas. Fui paseando entre los enfermos de terapia, todos viejitos que se morían con los ojos cerrados, pero Bonhoff los tenía abiertos. Estaba solo, eso me alivió, así que me coloqué a su lado y lo saludé. Sus ojos se clavaron en mí, abiertos, fijos, como si se salieran de orbita. No contestó. Tenia varios sueros y una sonda por la nariz y otra por el pene, pensé que por eso no podía contestarme. También pensé en por qué tenía sondas, y si realmente ese era él. Hola Bonhoff, le dije a su rostro flaco, recubierto de barba, a sus ojos abiertos más que nunca y azules, que me miraban con la fijeza del sol. Hola padre de todos los muchachos y muchachas de Rosario. Bonhoff abrió más lo ojos. No te preocupes, le dije, voy a guardar tu secreto. Vine a decirte eso, que voy a guardar tu secreto. Después de terminar de decir esa frase, llegaron dos enfermeras para cambiarlo de posición. Me di medía vuelta y antes de que empiecen a preguntarme cualquier cosa, me escapé entre las camillas, entre los viejitos que se morían con los ojos cerrados. A los pocos metros volví la vista hacia él. Tenía los ojos cada vez más abiertos, como si quisiera decir algo, pero no podía, el ACV lo había fulminado. Apenas podía pestañar y estaba lleno de sondas (no sé por qué), así que abría cada vez más lo ojos y esa, la de los ojos cada vez más abiertos y fijos como el sol, es la ultima imagen que conservo de mi padre vivo. Bonhoff murió por una neumonía hospitalaria a los dos meses, lo velaron en Caramuto, no fui allí ni al entierro en el cementerio La Paz. Tampoco supe -ni creo que lo sepa con certeza- si alguno de sus otros hijos estuvo presente en esas típicas ceremonias de despedida. En su tumba no hay un epitafio. Donde estaba su negocio ahora hay una granjita, el Turco la atiende, compra muy bien el queso cremoso La Lechera, me dijo mientras almorzábamos en el Bar Lido. Los dos comíamos unas marineras con papas fritas, no recuerdo específicamente de que charlábamos ese día, pienso que del Trinche Carlovich, de que el Trinche ahora era manager del Charrúa, pienso que de algún negocio del Turco, como podría ser viajar al Chaco con un detector de metales.