4.donde se ignora el paradero mismo

El mail de Cataneo más o menos decía que Roberto de Las Esporas está en la ciudad, llegó con su caballo y todo, decía en su mail, Cataneo que pensaba, iluso él, que escribía lo que pensaba.
Como nunca, la jarra y también todo lo que componía al desorden general de la cocina, o sea platos, tenedores, cuchillos, el tachito de basura, algunas latas usadas, ollas, la plancha, ceniceros, el mate y por no decir etcétera diré que nada más que esas cosas componían, como decía, el desorden general, no, general no, mejor total de la cocina y, como decía antes que todo, el todo del total ese del que hablaba, se secaba boca abajo o, directamente, dentro de la alacena. Y Cataneo manda un mail tan misterioso nombrando al padre adoptivo de Esther Blec, Roberto de Las Esporas, como para que dé por supuesto que a Esther Blec le sucedió, evidentemente, lo que le sucedería a cualquier mujer cuyo paradero se ignora. Le sucedió el ignorar el paradero mismo.
Ese día bajé la bicicleta de la terraza, la dejé contra la pared, pero era de noche. Hasta asomé la punta de la bicicleta a la calle, pero volví diciendo que era un exagerado. Me acosté a dormir con el televisor prendido (al otro día su reflejo me daría dolor de cabeza). Al otro día ningún disparo, menos dos, me despertarían.
-Esther Blec, Esther Blec, que alguien me diga que está allí Esther Blec.
Nunca contesté a la voz chillona del teléfono, no me interesaba enterarme, a esa hora, si la voz chillona era la de Cataneo o, lo que empezaba a descartar mientras me dormía, la de Roberto de Las Esporas.

3.donde las siete cuadras aparecen por vez primera

Esther Blec debe estar caminando a lo de Cataneo, apretando los hombros, frunciendo los labios al juntarlos con la nariz para que, mientras mira bizcando hacia abajo, tener la sensación de controlar el mundo. Esther Blec que se muere porque la cojan, pero no dejará que Cataneo le toque ni los hombros. Y Cataneo maldecirá en la soledad, masturbándose, diciendo que Esther Blec es fea. No voy a negar que me muero de ganas de tomar la bicicleta y salir a recorrer el camino de casa de Esther Blec a lo de Cataneo, para que al volver, luego de subir la bicicleta dos pisos por escalera, describir los elementos que componen, en este momento, el mundo de Esther Blec, que es el de su casa a lo de Cataneo, pero en lugar de la bicicleta contra la pared, brillando en sus partes blancas bajo el sol, voy a encontrar la pared con la mancha anaranjada de una luz que, es posible, ni siquiera esté prendida al menos que un vecino, en ese preciso momento, esté merodeando por el palier. Así que nos contentaremos con eso, con que Esther Blec no va a dejar que Cataneo se quite las ganas con ella. Y volverá como orgullosa a su casa, para mañana contarme por MSN que Cataneo le anda queriendo meter el pene.
La jarra de Frescor ya no es ni siquiera la jarra de Frescor aguado. Ahora, sobre la mesa, el culito insignificante de agua y algo anaranjado y viscoso, está lejos de ser la jarra de Frescor que se inclinaba para tintinear con sus cubitos de hielo, que fue, luego, la jarra de Frescor aguado que, ya sumergida en la más penetrante angustia, fue una de las tantas cosas que se dejaron percibir por detrás de la imagen de dos heridas inflamadas. O sea mis ojos. Y Esther Blec abajo, junto al portero, esperando que me despierte para bajar a abrirle. Y la idea de la bicicleta y el paseo reflexivo que traería orden al mundo.
Esther Blec me contó, y es posible que recuerde casi todo mal, que conoció a Cateneo comprando arte en una galería del centro. Luego lo cruzó en un bar, borracha, y terminaron en el departamento de Cataneo. No me contó si dejó que toque sus tetas. No me contó si dejó que le toque la concha sobre el pantalón. No me dijo nada de si le tanteó el bulto. Solamente sé que, en mitad de algo así, Esther Blec decidió escapar, y es así desde hace más o menos dos meses. Come, sale de su casa, llega de Cataneo, hablan de lo que pasan por la televisión, Cataneo empieza a manosearla, Esther Blec escapa.
O sea que Esther Blec, por si sola, no puede, por el bien de ella misma, o sea no de Esther Blec, sino de la imagen, quedar ligada a, justamente, la imagen de lo que fue o es, según como se lo mire, un instante por llamarlo de alguna manera rápidamente, de alegría dentro de lo que es, generalmente, pura y aburrida y, por lo tanto, angustiante existencia. No puede suceder eso porque los tintineos, por insistentes que sean desde esa jarra de Frescor, no pueden ocultar ese mundo que nace desde Esther Blec a lo de Cataneo, esas sietes cuadras oscuras y anaranjadas por la luz eléctrica, oscuras y permanentes, donde Esther Blec, en el espejito retrovisor de un auto, se pintará los labios mientras mira de reojo su nariz huesuda.
Sin embargo la bicicleta, brillando al sol, es la idea de salir a pensar y el colchón nuevo la de mis patas sucias. Y Esther Blec la de la jarra de Frescor mientras dobla la cubetera para tirarle unos hielos dentro. Y la de mi brazo señalando el suelo apenas abro los ojos, dos disparos, tanta violencia. Dos disparos, violencia, brazo, jarra de Frescor aguado, bicicleta, Esther Blec, Frescor aguado con hielo, Frescor con hielo, alegría, Esther Blec, Cataneo y el espejito retrovisor mostrando una nariz huesuda.
Esther Blec debe estar preguntando a Cataneo, que intenta besarle el cuello, si la quiere. Cataneo la mira, le dice que no. Esther Blec no sabe como escapar, siempre escapo ella cuando le convenía, no cuando debía; siempre me contaba por MSN, llegaba y daba dos timbrazos, abría mis ojos, me llevaba lentamente al tintineo.
Cataneo le baja a abrir, ésta noche, mientras llora, la que se masturbará será Esther Blec y no él, que cierra la puerta de entrada pensando que, por fin, Esther Blec se fue de su casa.

2.donde las dos heridas se acostumbraron

La bicicleta contra la pared, le da el sol, el sol de un mediodía perdido, pero ya no está contra la pared, hace tiempo que la subí a la terraza con el pretexto de protegerla de un robo que, suponía, podía acaecerle si la dejaba en el palier -que es abierto y por eso le da el sol. La bicicleta contra la pared, le da el sol y brilla en sus partes blancas con más fuerza, su ausencia, ahora, si me parase y fuese hacia el palier a ver la bicicleta, sería la pared manchada de un naranja artificial lanzado por la luz que, si justo ahora un vecino ronda por los palieres, está prendida porque accionó el botón correspondiente. Esa fue la imagen que me impulsó a imaginar la libertad de un mundo reducido al orden de pensar, de ir poniendo cada cosa en su lugar: la vereda de enfrente donde está el kiosco, la reja de la entrada donde está la entrada, el portero eléctrico donde todos aprietan el 4-D, la figura pequeña y alejada, vista desde el pasillo, de Esther Blec, que me espera sonriente, tan fea como siempre, para decirme que vino a visitarme. Y mis ojos dos escisiones que, apenas son alcanzados por la luz que rebota desde su rostro, sangran para entregar un mundo junto a su sonrisa, la de Esther Blec. Y los suyos, sus ojos, otro tipo de herida, se lanzan sobre mi cuerpo, mi barba, mis dientes (que no los lavé), para recordarme que existo.
Esther Blec tenía sed, así que le ofrecí, porque era lo más sencillo, el contenido de la jarra que estaba junto a mi cama, perdida en el desorden.
-¿Qué es? – Me preguntó Esther Blec y le respondí que Frescor. Que es una jarra con Frescor y no de Frescor como me gusta concebirla en este mundo. También le aconsejé que le ponga algunos hielos que tenía en el congelador. Y esa, la de la jarra de Frescor, es la que ahora me deja recordar a Esther Blec sin resentimiento: estaba antes, mucho antes de que Esther Blec me despierte, no sé cuanto pero antes, parado en un lugar, supongo, de la cocina, entre sus azulejos, la mesada, el calefón, el horno y los platos sucios, parado frente a la ventana que está por ahí, sosteniendo con mi mano derecha y haciendo uso de todo mi brazo, la jarra de Frescor que, mediante un esfuerzo calculado desde que soy pequeño, iba inclinando hacia mí boca para, con otros cálculos sumamente complejos como podrán ser fruncir la boca, inclinar la cabeza y presionar la lengua hacia abajo, meter el piquito de la jarra dentro de mí y sorber su contenido mientras los hielos, mitad trasparente mitad blancos, chocaban entre ellos tintinando y llenándome de alegría. Mojando la punta de mi nariz la existencia, por fin, dejó de ser angustiante para pasar a ser eso: beber Frescor desde su jarra, la jarra de Frescor.
Y Esther Blec, con las cubeteras en la mano, ni se enteró de eso que me sucedía mientras iba doblándolas sobre la boca de la Jarra para que los hielos caigan en ella y, así, convertir ese Frescor aguado en algo más bebible. Ella vino a saludarme y a pasar al baño y a fumarse un cigarrillo mientras me hablaba de sus problemas en el trabajo, no a sembrar en mi vida la idea de que, durante un instante superfluo de la vida misma, la existencia puede ser alegre porque en una jarra de vidrio y de Frescor, los hielos mitad trasparentes mitad blancos, tintineaban.
¿Qué es lo que verdaderamente tintineaba en esa jarra? La bicicleta contra la pared, le da el sol y cuando Esther Blec se iba, de nuevo la idea de subirme a la bicicleta y darle un poco de orden al mundo. Pero eso es pensar y es, aunque pedalee y el aire me de en la cara, y aunque vea barrios que no conocía, y aunque todo lo que pueda pasarme sobre ella; y es, como decía, angustiante. La angustia, la que flota, la que nos impide o nos permite. Nos impide y nos permite. Y mis ojos dos heridas acostumbradas, a esa hora del día, cuando volvía de abrirle la reja a Esther Blec para que vuelva a trabajar, dos heridas acostumbradas que se posaron sobre el brillo del sol en las partes blancas de la bicicleta.
Tenía que irme a trabajar, eran ya las doce y media y la bicicleta contra la pared, bajo el sol, y no podía usarla. Antes de entrar al departamento, el celular sonaba en alguna parte de la habitación con desorden acumulativo: era la alarma, tenía que despertarme y mis ojos, en vez de ser dos escisiones sangrantes, inflamadas y dolorosas, ya eran dos heridas acostumbradas. Me quedaban un poco más de medía hora para tomar un trago de Frescor, lavarme los dientes y volver, una vez más, al Alamo SRL. Era Esther Blec, que ya se volvió a trabajar, me dije mientras recordaba los dos disparos, como dos disparos, tanta violencia y tener que volver a trabajar, era Esther Blec pidiéndome algo para tomar y la jarra de Frescor aguado, a un costado de la cama, escondiendo el tintineo de la posibilidad. Me llenó, Esther Blec, me sembró, no, mejor me llenó, me llenó, Esther Blec me llenó de alegría aquella mañana, aquel mediodía, que para mí son las mañanas, pidiéndome algo para tomar y la jarra de Frescor aguado allí, ofreciéndome el recuerdo, la idea, Esther Blec, de que la existencia.
¿Qué es lo que verdaderamente tintineaba en esa jarra?

1.donde abre los ojos

Dos disparos, como dos disparos me despertaron. Tanta violencia, tanta que aún mientras duermo se manifiesta. Me sobresalté, me sucede con cualquier cosa: una puerta que se abre en algún lado, el ruido de una persiana que el vecino levanta para sacar la cabeza y ver el sol, los vasos mal acomodados en el lavado de la cocina que, a mitad de la noche, se desploman misteriosamente. Era, lo supe enseguida, el timbre. No iba a moverme, no iba a atender, todavía podía dormir, podía seguir enredado en las sabanas, con el reflejo del televisor prendido que me da dolor de cabeza, la jarra de Frescor aguado (los hielos de anoche se derritieron) y el desorden acumulativo de la habitación.
Es imposible pensar: apenas abrí los ojos, antes que cualquier imagen definida para lanzarme sobre ella, la imaginación: como si los objetos que están a mí alrededor estuvieran recubiertos de una capa trasparente y aceitosa de WD-40 que impide fijar cualquier signo, símbolo o letrero que diga “soy la jarra con Frescor aguado”. Entonces veo, supongamos, la cama, parte de la pared y el suelo, pero adentro la imagen, la primera, es la de mis propios ojos como si fuesen el croquis que un cirujano hizo con un bisturí en el plano vertical y gris, como de nylon sucio, de mi existencia. Dos escisiones precisas que sangran y, mientras pasan los minutos, se van infectado, inflamando, supurando hasta que, del otro lado, mi brazo extendido, enredado, la sabana y parte del colchón descubierto (la primera angustia: el colchón es nuevo y no logro que quede tapado, que se proteja de mis movimientos, mi traspiración, de mis patas que seguro están sucias), el hormigueo en el hombro (me dormí sobre mi brazo otra vez) y allá, a lo ultimo, intacta y con su contenido aguado, la jarra de Frescor (los hielos de anoche se derritieron).
Como dos disparos y fui, antes de que vuelvan a dispararme boca abajo, a atender el portero eléctrico. Tanta violencia. Y cuando me volví a repetir lo mismo, tanta violencia, la imagen extremadamente simbólica de mis ojos como heridas de bisturí y mi brazo, en el fondo, enredado con las sabanas, apuntando a un suelo con jarra de Frescor aguado, es remplazada por el pensamiento salvador, pidiéndome a gritos que salga a pasear con la bicicleta, a que vayamos a darle un poco de orden al mundo (que es la conjugación del plano vertical y gris de mi existencia con el de los demás, horizontal y como de destino). Era Esther Blec, pasaba a saludar.